SANTIAGO CÓRDOBA WOLF

No me hallo
«No me hallo,» decía mi madre con frecuencia.
No me hallo.
Del verbo hallar: encontrar algo perdido,
o a uno mismo en los días revueltos del alma.
No me hallo.
De niño nunca entendí sus palabras,
ni el peso que cargaban.
Era un niño:
inocente, crédulo,
preocupado solo por el fútbol
y mis guerras inventadas.
Egoísta, testarudo,
como solo los niños pueden ser.
«¡Ay, cómo que no me hallo!»
brotaba en los días grises,
esos claroscuros que dañan los ojos
y te obligan a soñar con cobijas pesadas.
«Hoy no me hallo,»
lo decía como quien estornuda en medio de la charla,
interrumpiendo para luego continuar
como si nada,
como si «no hallarse»
fuera tan común
como el viento despeinándola.
«No me hallo,»
la escuché tantas veces
que dejó de tener forma,
una muletilla más,
un ruido de fondo
en las mañanas llenas de banalidades.
La recuerdo de arriba abajo,
del tingo al tango,
resolviendo la vida de todos
menos la suya.
Madre, esposa, empleada,
heredera de mil vidas ajenas,
siempre encendida, siempre a cargo.
Y cuando por fin todo callaba,
quedaba sola frente al espejo,
el reflejo devolviéndole
esos ojos de cazadora cansada.
Y ahí, en ese instante,
en esa soledad,
el susurro volvía:
«No me hallo.»
Un día desperté,
y ya no era niño.
Abrí los ojos a tres mil kilómetros de casa,
y por primera vez entendí:
No me hallo.
O más bien,
me hallé en el desasosiego.
Me estorbo, me incomodo,
soy un bosque de espejos
donde ninguno devuelve algo que reconozca.
“Ma, no me hallo,” le dije un día.
“¿Por qué, San?”
“Me estorbo, me incomodo,
y no me encuentro.”
“Es la niebla, la que te ciega,”
respondió, sagaz,
“como en las novelas de Saramago.
Pero no hallarse
es abrirse puertas.
No hallarse también es hallarse,
de otro modo,
en otro lugar.”
“¿Tú me hallas, ma?”
“Claro. Te hallo perfectamente.
Siempre te hallaré.”
“¿Y tú? ¿Te hallas?”
“Algunas noches no.
Pero entonces sé
que tú me hallarás.”
“Te hallaré, mamá,
como tú me hallas a mí.”